viernes, 19 de septiembre de 2014

No volvimos a vernos y borré su número del móvil. Nunca he estado segura de cómo se olvida, pero pensé que esa era una buena forma de empezar. Me equivocaba. Meses después se me sigue enfriando el café por la mañana mientras espero que venga a desayunar conmigo. Es como cuando tardas un poquito en darte cuenta de que no estás soñando. De que la realidad es que ya no pides tostadas para dos en el bar de la esquina y que ya no te importa cambiar las sábanas de la cama tan a menudo. Así son las cosas: la rutina tarda un poco en darse cuenta de que ya no compartes tu tiempo. He dejado de tararear canciones en la ducha y he llenado la nevera de litronas medio llenas, o quizá medio vacías, o quizá se me están amontonando las razones para buscarlo algún día y decirle que vuelva a recoger los trastos que se dejó. Yo, uno de ellos. Uno de tantos. Y luego están todos esos “para siempre” a los que el tiempo no hizo justicia, y todos esos “ojalás” que escribimos en el vaho de un montón de espejos en los que ya no me miro por si verme sin el me hunde un poco más. En lo referente a tocar fondo siempre he sido muy competitiva, veréis. Y, yo, que siempre había querido tocar el cielo, el de sus labios, o mejor dicho, tocarlo siempre, porque hubo un tiempo en el que me mudé allí y las vistas eran preciosas. No sé. A veces sigo pensando que la única forma de olvidar a alguien es conociendo a otra persona a la que no desees olvidar. Pero, claro, a ver cómo le abres la puerta al amor si, la última vez que entró, sólo vino a desordenarlo todo. Y lo desordenó tanto y tan bien que aún, pasado el tiempo, sigues encontrando cosas que no están en su lugar. Entonces, de madrugada, es cuando te enciendes un cigarro y piensas en lo irónico que resulta que exista gente que siga pidiéndote que sonrías. Y es que sonrisas te quedan, pero las razones para sonreír se las llevó todas con él.

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